Escribir es una labor exigente; siempre hay una preocupación por los aspectos formales, por la gramática, por la ortografía, por el estilo, pero lo que más desconcierta de la labor de escribir es la pregunta por si los otros podrán entender lo que escribo ¿Lo escrito trasmitirá además de la intensión, el estado de ánimo con que fue engendrado? Lo más difícil, después de decidirse a escribir y robarle el tiempo a los deberes de la casa y especialmente a los de la universidad, así estos tengan un apremio que en realidad no lo merecen, lo más difícil de escribir es leerse. Desde la autocrítica muchas veces todo el texto funciona como un reloj y las múltiples revisiones me permiten mayor confianza, pero a la hora en que alguien lo lee éste puede no entenderse, presentar ambigüedades, vacíos, y en la mayoría de los casos, el mensaje adscrito al texto se entiende pero de una manera parcial, siempre sujeto a las capacidades, a la experiencia, al sentido de la vida y las preocupaciones del lector. Escribir es una labor exigente y sin embargo escribo.
No hay un momento preciso para la escritura, menos cuando hay tantas ocupaciones que impiden un tiempo de tranquilidad para dedicarse a ello; escribir en un mundo de velocidad, en un mundo que exige la efectividad, en el que todo es producir, se ha convertido en un privilegio de pocos, no que tienen el talento, pero sí los medios para el ocio útil. Escribo cuando puedo, escribo por necesidad, porque dos palabras sacaron chispas cuando las pensé juntas y entonces merecen estar en un papel, en una servilleta, escribo porque me gusta y no por notoriedad o nombre, escribo en el cuaderno que luego no volveré a ver, escribo porque escribir desde muy niña, se transformó en una forma de entenderme en el mundo.
Sobre qué escribo, si exceptuamos los trabajos de la universidad, hay una constante preocupación por los estados de ánimo, por aclarar mi mente: en el proceso de escritura está mi yo presente hablando con lo que he sido y en ese diálogo me interpreto como cosa externa, en ese diálogo me entiendo y decido sobre mi vida como viendo las fichas de un ajedrez desde la altura, decido cual es la siguiente movida del juego; hay también en mi escritura una constante preocupación por entender el mundo, por entender la realidad, por entender las conductas, las palabras, por entender la sociedad con sus múltiples inequidades e injusticias. Hay, por último, un tema que no depende de mí, más que un tema es una forma de ver la realidad, un tipo especial de perspectiva especial que aparece y desaparece a su antojo, un tipo de perspectiva que, de un momento a otro y sin previo aviso, transforma la realidad en una sobreabundancia de sí misma, por decirlo de algún modo, las cosas se presentan con una vivacidad inusitada, las cosas, los sentimientos, las ideas y entonces, y sólo entonces la poesía. Raros momentos, casi únicos momentos en que las cosas se presentan con una vivacidad que pide ser admirada, narrada, cantada, y mi ánimo quiere detener este momento y no concibe otra forma que escribir.
La satisfacción de escribir viene cuando sientes que captaste ese momento, esa sensación, cuando alguien lo lee y comparte el estado de ánimo con que lo escribiste. Si ello ocurre, es muy pocas veces; si ello ocurre, los sentimientos con los que se escribió ya son parte del pasado y cuando alguien lo lee ya estás en otra parte, entonces continúas escribiendo ¿Tiene un fin la tarea? Pienso que escribir no tiene más fin que el momento, escribir exige vivir con intensidad el presente y a ello te dedicas siempre; recuerdo que Borges afirmaba que publicar para un escritor es la única forma de salir del infinito laberinto de las correcciones. En mi caso publicar no es ni posible ni deseable por la poca experiencia que tengo en el oficio, la única manera que tengo para salir del laberinto es perderlo y dejárselo al olvido, entonces la escritura se renueva y surge nuevamente el eterno presente que nutre la escritura.
Borges tiene una frase muy bella: me enorgullezco más de lo que he leído que de lo que escrito. Si lo dice con gran humildad el Maestro, qué puede decir el aprendiz sino palabrear lo dicho y arrimarse a ello como a la sombra de un buen árbol. Leer es una gran pasión que puede ser tal vez el mejor vicio. Es una pena que poco pueda leer por el poco tiempo con que cuento para ello, pero lo intento y leo en el bus, y leo en el baño, y leo cuando puedo y cuanto puedo, y como leo para divertirme lo hago como quien disfruta el sol después de estar encerrado en un salón de colegio todo un día frío, me deleito y regocijo en su contacto y lo hago lento, como dando gracias a la vida, como un ritual amoroso, degustando las palabras, sorprendiéndome con los giros, aprendiendo las enseñanzas (si es que los libros enseñan verdaderamente algo cuando no somos nosotros los que entramos a ellos con una pregunta).
¿Por qué me gustan tanto las letras siendo matemática? Las añoro tanto porque no las tengo, porque son una ventana que me descentra, porque tengo siempre desde un centro muy bien establecido, un centro lleno de lógica, y tengo amor por el orden y la seguridad, y me agrada la paciencia y laboriosidad de sentarme toda a una tarde desentrañar las oscuridades de un ejercicio, de una demostración; siento que lo que hago me representa en lo que soy y sin embargo, siempre está la posibilidad, el qué hubiese sido si hubiese tomado otro camino, y la aventura del vivir desaforado que nunca quise para mi vida, todos los horizontes abandonados se presentan de un momento a otro y allí, en la añoranza, surge la escritura y la lectura como un horizonte de vida y no sólo de palabras donde me encuentro en la otra posibilidad, en donde me miro desde la imaginación, en donde me sueño como otra siendo yo misma.